El café con mi yo del pasado...
Nunca fue tan difícil estar a mi lado, como yo pensaba, cuando yo tenía 15 años.
Últimamente, ha circulado una tendencia en redes sociales: invitar a comer a nuestro yo del pasado.
Me conmovió ver cómo tantos se hablaban con ternura, se contaban sus logros, se miraban con amor, con compasión, con la certeza de que algunos sueños se cumplieron y otros mutaron en algo inesperado, pero igual de valioso.
En los talleres que imparto, hay una actividad que siempre incluyo: hablarse como si tuvieran 5, 6, 7 años.
Como seres humanos, solemos ser nuestro peor juez. Cada error lo magnificamos, cada tropiezo lo castigamos con dureza. Pero cuando nos dirigimos a nosotros mismos como si fuéramos un niño, las palabras se suavizan, el juicio, se transforma en apapacho.
Cuando llegó mi turno de hacer el ejercicio, comprendí que el tiempo, más que un sanador, es un espejo. Nos devuelve versiones de nosotros mismos que creíamos olvidadas, rostros que miramos con ternura o con juicio, dependiendo de cómo hayamos aprendido a tratarnos.
Si pudiéramos sentarnos frente a nuestro yo más joven, ¿qué le diríamos? ¿Lo consolaríamos o lo regañaríamos? ¿Nos reconocería?
Imaginemos esa escena. Al otro lado de la mesa, nuestra versión adolescente, con la mirada triste y los hombros encorvados por la incertidumbre. Y nosotros, con una bebida caliente entre las manos, con la serenidad o la resignación que da el tiempo, sonriendo con la nostalgia de quien ha sobrevivido a sus propias tormentas, a sus propios demonios.
Preguntaría si seguimos en el mismo lugar, porque a esa edad el tiempo parece eterno y los cambios, improbables. La respuesta la sorprendería: hemos estado en muchos lugares, hemos cambiado de casa, de caminos, de piel. Aprendimos que el hogar no es un sitio fijo, sino un estado del alma.
Nos diría que se siente perdida, que el futuro la asusta. Y nosotros, con la certeza que nos da la experiencia, le responderíamos que sí, que seguimos perdidos, pero que el miedo dejó de ser un obstáculo.
Porque con el tiempo entendemos que perderse es parte del viaje, que no hay un solo camino correcto y que la incertidumbre, aunque incómoda, es una invitación a descubrir posibilidades infinitas. Es una oportunidad de rediseñar, reinventar.
Preguntaría por el amor, porque a los 15 años el amor es una historia ajena, una ilusión de finales perfectos. Y le responderíamos que sí, que lo encontramos, pero no donde solía buscarlo. Lo encontramos en nosotros mismos, en aprender a estar solos sin sentirnos solitarios, en construirnos desde dentro.
Tal vez no lo entienda de inmediato, pero algún día lo hará.
Nos hablaría de sus miedos, de su frustración, de cómo dejó de hacer cosas que le gustaban porque la tristeza pesaba demasiado. Le diríamos que la tristeza nos detuvo, pero también nos impulsó. Que muchas veces las caídas son el inicio de algo más grande, que el dolor, aunque temido, a veces nos empuja hacia donde realmente debemos ir.
Y al final, cuando llegue el momento de despedirse, le pediríamos que se mire con más cariño, que tenga más compasión por sí misma.
Que no sea su peor juez, que entienda que crecer es un proceso desordenado, que las cicatrices no invalidan el camino recorrido.
Que, al final, nunca fue tan difícil estar a su lado como ella pensaba.
El pasado y el presente se cruzan en nuestra memoria con la oportunidad de reconciliarnos con quienes fuimos.
No para corregir el camino, sino para abrazarlo, entenderlo y seguir adelante
con más amor por quien fuimos,
por quien somos
y por quien aún podemos llegar a ser.